domingo, 7 de noviembre de 2010

Kirchnerismo

¿La etapa superior del peronismo?

La transversalidad tiene la oportunidad histórica de retomar y profundizar la mística del 17 de octubre de 1945, con la incorporación de una multitud de actores que de simples espectadores se podrían convertir en sujetos de transformación.
Desde que en octubre de 1943, el coronel Juan Perón solicitó desempeñarse en el Departamento Nacional del Trabajo, un modesto organismo dedicado a los asuntos laborales y sindicales, la vida del hasta ese entonces ministro de Guerra tuvo un giro inesperado. Convirtió al modesto organismo en Secretaría de Trabajo y Previsión, ampliando sus facultades y abriendose una etapa inédita en la relación del Estado con el movimiento obrero. Desde allí impulsó la organización de los trabajadores en sindicatos, transmitiéndo a los asalariados una visión reivindicatoria y promoviendo una legislación protectora inspirada en los principios de justicia social.
Por primera vez desde un organismo estatal se planteó el trabajo en común con las organizaciones de trabajadores. Hasta su aparición en el escenario político, las organizaciones obreras se agrupaban según sus convicciones ideológicas en comunistas, sindicalistas y anarquistas. Desde finales del siglo XIX, el accionar de los aparatos del Estado operaba con la mira puesta en el debilitamiento de las organizaciones obreras y en situaciones álgidas no vacilaban en la implementación de métodos coercitivos y el aniquilamiento físico del activismo. La llegada de Perón a la conducción del Departamento Nacional del Trabajo marcó un antes y un después en las políticas de gobierno con el mundo obrero. Esa fluida relación fue el embrión que sentó las bases de lo que luego de la histórica jornada del 17 de octubre de 1945, cristalizó en la inalterable fidelidad de las grandes mayorías con el ideario Peronista.
Desde la muerte de Juan Perón el 1 de julio de 1974, el devenir del movimiento peronista, dictadura civico-militar de por medio, nunca más logró retomar los días de esplendor y la impronta transformadora propia de los primeros gobiernos de Perón y Evita. Ante la derrota electoral del líder radical Raúl Alfonsín, los mariscales de la derrota encaramados en la cúpula justicialista tuvieron que dar su paso al costado. La renovación se convirtió en una suerte de aggiornamento light, que nunca pudo retomar la mística de las primeras épocas. Pero la llegada al sillón de Rivadavia del caudillo riojano con sus consignas nunca cumplidas como la Revolución Productiva y el Salariazo, condujo durante más de diez años a una alianza contranatura del justicialismo con el neoliberalismo económico. El desfondamiento político producido por Carlos Menem en las filas del peronismo fue el peor golpe en cinco décadas de historia del movimiento. Si bien se podría caracterizar que el movimiento ideado y gestado por Juan Perón siempre estuvo conformado por un extenso abanico de tendencias desde la derecha, a la base obrera fue propia de las corrientes de tradición de izquierda. El devenir pendular del accionar político del viejo líder fue siempre una característica propia según plantea  en su exhaustiva obra el politólogo Laclau, en la génesis de los movimientos populistas en el mundo. Poder encontrar equivalencias entre los efectos de la Década Infame, iniciada con el golpe de Uriburu, y seguida por la presidencia de Justo a la década de los ’90 del Menemato y el continuismo del gobierno de De la Rúa, nos permitiría entender la hipótesis central de este corto escrito. Los efectos catastróficos en las condiciones de vida de las mayorías puede ser uno de los elementos a medir. La crisis de los partidos políticos y su dependencia de las corporaciones económicas es otro dato similiar, y el vacío existente en el universo de la representación completaría el trípode de equivalencias entre ambas coyunturas históricas. Con el agravante que la crisis de diciembre de 2001 vino acompañada por una profunda insubordinación de masas, compuesta por un diverso conglomerado de singularidades afectadas que tomaron las calles no sólo para expresar su descontento, sino para exigir cambios. De ese acontecimiento en adelante nada fue igual en la Argentina y la sucesión de gobiernos fue un claro síntoma de la precariedad del establisment sobre el manejo de la gobernabilidad. En ese sentido, el asesinato de los jóvenes Kosteki y Santillán en Avellaneda en el invierno de 2002 por la policía brava de Eduardo Duhalde, y sus consecuencias políticas, marcaron los límites del poder para establecer sus agenda restauradora.
En esa profunda crisis de representación y ante la inexistencia de líderes con llegada al electorado, los comicios del otoño de 2003 marcaron la atomización de los dos partidos mayoritarios, quienes no pudieron concretar candidaturas unitarias. Y, en el caso del peronismo, se abrió un gran interrogante sobre sus posiblilidades de resurgimiento como partido de masas, ante el crecimiento vertiginoso de un nuevo fenómeno: los movimientos sociales, esencialmente conformados por la organización territorial de los trabajadores desocupados, además de la existencia de un ala conservadora con un piso electoral cercano al 25% .
La llegada con tan sólo el 22% de los votos al sillón de Rivadavia de un candidato poco conocido por la opinión pública, generó un gran interrogante sobre el devenir del nuevo gobierno. El padrinazgo de Eduardo Duhalde tampoco fue un elemento muy esperanzador para el ciudadano de a pie. Lo cierto es que según pasaron los días, las palabras como los hechos fueron demostrando que el flamante presidente no era el supuesto chirolita del Caudillo Bonaerense, y a diferencia de otros referentes de la política, fue un fiel intérprete del mensaje dado por la insubordinación de masas que expulsó al gobierno de De la Rua. Esa interpretación correcta del humor de la ciudadanía hizo definir en su agenda a su mandato como un antes y un después del festín neoliberal, que llevó a uno de cada dos argentinos a subsistir en las fronteras de la pobreza.
Una Argentina donde la distribución sea su norte y la producción el camino junto a la revolucionaria política de Derechos Humanos basada en dejar sin efecto las leyes de impunidad y retomar el ideario de las Madres y las Abuelas en base a los postulados de Memoria y Justicia, fueron ejes que en poco tiempo marcaron la frontera entre la partidocracia afín al consenso posdictatorial enquistado en las cúpulas de ambos partidos mayoritarios y su talante transformador.
La férrea convicción de no reprimir el conflicto social fue una decisión muy mal vista por el establishment y la corporación mediática, que comenzó junto a los partidos conservadores y de centroderecha a marcar su germen opositor. La elección de 2007 indicó el imparable crecimiento del kirchnerismo, y el triunfo de Cristina en primera vuelta marcó los índices de popularidad del proyecto. Pero en paralelo a este fenómeno,  empezó la consolidación –a diferencia del primer mandato de Néstor Kirchner–, de un conglomerado opositor que emergió con más nitidez con el tan publicitado conflicto de los propietarios agrarios y el descarado apoyo de la coorporación mediática. De ahí en más comienza otra película y la oposición no sólo se convierte en político mediática, sino que como caballo de Troya implosiona en el mismísimo seno del Ejecutivo. Lo cierto es que, a pesar del personaje que pasará a la historia por su insólito lugar de vicepresidente opositor, la idea de transversalidad sigue palpitando en las entrañas de la sociedad, y el acontecimiento multitudinario ante las exequias de Néstor Kirchner ameritan un análisis más profundo del carácter heterogéneo y policlasista de la incomensurable expresión de cariño popular.
El escenario contemporáneo, de la misma manera que la coyuntura política de mediados de 1940, ha necesitado de intérpretes que de la nada emergieron a la escena pública con una potencia y una voluntad de transformación poco corrientes. La muerte de Néstor Kirchner, –como afirmaba nuestro compañero Roberto Caballero en su editorial de los últimos días– “hace nacer el kirchnerismo”. Retomando sus palabras, yo  me pregunto en voz alta, si esta muerte no sólo será recordada por lo abrupta e inesperada, sino como el hecho fundante de un nuevo ideario transformador que como el peronismo originario, trasciende su núcleo gestor. La transversalidad o el desborde más allá del peronismo del ideario kirchnerista, tiene la oportunidad histórica de retomar y profundizar la mística del 17 de octubre de 1945, con la incorporación de una multitud de actores que de simples espectadores se podrían convertir en sujetos de transformación. Para eso se deberá contar con la grandeza de los históricos sectores del antiguo peronismo que supo construir Juan Perón, y tomar en cuenta los potenciales aliados del nuevo escenario ratificado con la multitud plebicitaria que arropó esas entrañables jornadas. Entender la impronta transformadora de esos nuevos sujetos y dar un lugar en su seno, será la clave de un futuro venturoso. Sin esa incorporación tan necesaria será complicado enfrentar a los enemigos del pueblo y profundizar cualquier proyecto de emancipación.
Jorge Muracciole Sociólogo, docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
Publicado el 6 de Noviembre de 2010, Tiempo Argentino

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